LA MALA COSTUMBRE, Alana S. Portero

Las madres de mi barrio no abrazaban a sus hijos muertos como las vírgenes en las piedades renacentistas. Lo hacían volcadas sobre los cuerpos, a gritos, despeinadas, con los ojos hinchados y babeando. (…) yéndose con ellos de alguna manera.

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Pero entendía que algo habitaba los alrededores de su piel que la hacía ser rechazada, y eso me ponía muy triste.

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La conciencia de que necesitas un armario para esconderte te hace listísima en lo tocante al juego de la verdad y la mentira, de lo que dejas ver y lo que no.

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…y como niña que necesitaba aprender a vivir en dos realidades porque tenía dos vidas, solía situar a las mujeres que me rodeaban en espacios de fantasía en los que nada podía tocarlas y en los que podía incluirme imaginando historias tejidas con hilo de oro.

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No podía evitar pedirle a menudo que se portase bien por si ayudaba a que amainase la brutalidad. Que la violencia machista se dispensa con independencia de lo que hagamos o dejemos de hacer las mujeres  era algo que todavía no había aprendido.

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Mi padre hacía las cosas así, su forma de demostrar amor era no mentirnos nunca, adelantarse a nuestra madurez, mostrar un respeto a nuestro criterio que no se solía reservar a las infancias.

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Yo tenía miedo de casi todo y me sentía incapaz de vivir libre y alegre, siendo yo misma, sin temer perder el amor, el apoyo y la seguridad que me aportaba mi familia.

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Mi madre se movía deprisa. (…) Ella lo hacía todo con la premura de quien se ha ganado la vida limpiando y cocinando a destajo (…) y una obsesión por sacar adelante el trabajo, tanto fuera como dentro de casa, que no la abandonará nunca.

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La carcoma de la vida obrera…

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Las palabras nunca acababan de salir y no tenía herramientas para gestionar algo tan complicado que yo misma me esforzaba por enterrar en la fosa común de las vergüenzas.

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Los hombres no se hacían hombres, se instruían en la masculinidad, e incluso entre los más buenos, pobre del que fallase en la práctica de la misma.

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Sobrevivía en público imitando versiones cada vez más cerradas de la masculinidad que tenía como ejemplo, que era rampante. Eso también lo ensayaba frente al espejo, que acababa siendo testigo de todas mis mentiras, de mi dolor y de mis destellos de belleza. Delante de él aprendía a mirarme si verme. A ser un autómata.

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¡Por supuesto que quería ir a la tienda de las chicas! (…) En ese espacio, mi madre, mis tías, las mujeres del barrio, dejaban de cargar por un momento con sus casas, sus familias y sus trabajos, dejaban de estar extenuadas y se relajaban por completo.

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Mi vida y mi educación sentimental maduraban a través de una intimidad tristísima en la que seguía haciendo cosas a escondidas.

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Yo trataba de encontrar en alguna parte un lenguaje de orgullo y de fuerza para poder explicarme de una maldita vez, pero ni lo lograba por más que buscase.

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No me daba cuenta de que unas y otras eran la misma cosa, mujeres que habían conquistado la poca o mucha libertad que tenían con garras y dientes y eso es lo que las hacía aterradoras. El ejemplo que suponían.

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…y me miraba con dulzura, como si estuviese leyendo en mi expresión definiciones que ni yo misma era capaz de darme.

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Iba a misa cada domingo pero no se quedaba al ratito de después en la puerta, era una de esas fronteras invisibles que para ella estaban más que claras.

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La ejemplaridad que se le exigía a Margarita tenía que ver con la sumisión.

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Margarita era bienvenida en los atrios de las mujeres solas. (…) habían tejido una red de soledades que les aliviaba los días.

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Todas las niñas trans crecemos solas.

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Antes de definirte tú misma, los demás te dibujaban los contornos con sus prejuicios y sus violencias.

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Casi todo lo que hacía en mi vida lo hacía desde la ira y desde la congoja. Mi cuerpo estaba cambiando y empezaba a provocarme verdadera repugnancia.

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Las aceras pegadas a la tapia eran mínimas y estaban muy mal conservadas, llenas de grietas, como si los fusilados por el fascismo en aquel suelo durante la guerra civil golpeasen la calle para no ser olvidados.

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Mi primer beso, vino con un prólogo en el que recordé todas las historias de terror que había escuchado o presenciado en mi vida contra personas como yo. Estaban allí conmigo, traslúcidos y helados, los que habían sobrevivido y los que no.

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Chueca no podía ser tan malo. Me imaginaba un lugar más pequeño, más concentrado y con menos familias con apariencia de familia que mi barrio. A menudo la gente olvidaba que los yonquis eran hijos de alguien y las putas también eran madres, hijas y hermanas.

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No se trataba de hacer cosas que no me correspondían por edad, pero sí de entrever que otra vida era posible más allá del pavor, la inmovilidad y el llanto a solas.

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A qué travesti le acompaña con orgullo por la calle su familia.

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El maldito tiempo, lo que se nos arrebata a las mujeres como yo. El tiempo de ser niñas, el tiempo de ser adolescentes, el tiempo de los amores torpes (…) Nada de eso se nos concede cuando corresponde o se hace en dosis que tenemos que robar al destino y apurar con ansia.

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Eran fragmentos de mi vida a solas…

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Estaba convencida de que a cada intento de vindicarme como la niña, la joven o la mujer que era, le seguís algún correctivo insoportable.

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Mostrarme como un hombre para sobrevivir era un privilegio y ser consciente de ello me mordía la conciencia hasta el dolor físico.

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A los hombres les enseñan a hablar, no a conversar.

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Los empleados de limpieza arreaban manguerazos a las aceras y hacían que el suelo brillase como si estuviera pavimentado con luciérnagas.

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Tenían esa forma de discutir que contaba una historia de fidelidad inquebrantable, cuantas más barbaridades se decían más quedaba claro que matarían las unas por las otras.

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Me parecía que cuando las madres peinaban a las hijas se transmitía un amor intangible y una belleza sin palabras que no podía darse de otra forma. Como una prenda tejida por dedos torcidos de abuela lleva consigo la fragancia del tiempo y los cuidados.

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No era condescendiente conmigo y me recordó la importancia de la responsabilidad, de no dejarlo todo al destino porque el destino nunca fue amigo de las mujeres.

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Aprendí que la genealogía. Al ser un amor heredado, solo funciona en cascada.

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Había despejado mi círculo de conocidos hasta alcanzar una soledad casi apacible. Menos gente a mi alrededor significaba menos escenificación.

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La mayoría de las vecinas de mi memoria habían muerto o eran tan ancianas que ya no reconocían sus propias calles. Las redes de pequeñas atenciones se habían ido descosiendo en cada funeral.

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Ser librera no me hacía la persona más feliz del mundo pro me permitía mantenerme apegada a la palabra escrita, a las vidas de otras, reales o legendarias, que es lo que necesitaba al carecer de una propia.

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A ellos (a mis padres) más que a nadie les había ocultado mi vida entera, de ellos había escuchado las primeras frases que me habían convencido de ser una criatura torcida, alguien que debía esconderse debajo de otra cosa, pero me querían como bestias y siempre supieron transmitirlo.

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Ser trans me había obligado a madurar demasiado rápido en lo tocante a mi autoconocimiento pero me había mantenido pueril e insegura en las relaciones más próximas de mi vida.

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El puto trabajo nos había quitado el tiempo y la oportunidad de educarnos juntos y solo teníamos el amor en bruto, algo demasiado poderoso como para no saberlo dosificar.

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La casa no estaba del todo limpia pero solo acumulaba polvo, que es el aliento del tiempo depositándose sobre nuestras cosas para que recordemos que sigue corriendo.

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Ella me necesitaba para atender su cuerpo y procurarle la dignidad que la enfermedad le estaba quitando, yo la necesitaba porque su compañía me estaba devolviendo la vida.

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En esa lejanía de la conciencia que te obliga a tantear una oscuridad ligera desde la que percibes el paso del tiempo.

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Voy a quedarme con el álbum negro y dorado, necesitaré mirarlo para recordarme que sí, que tenemos derecho a una vida gloriosa, que la desgracia es una cosa que nos hacen, no que llevamos como una marca de bruja de nacimiento.

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