PANZA DE BURRO, Andrea Abreu

Isora sabía hablar con las viejas. Yo me limitaba a escuchar lo que se decían.

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Ella pensaba que la vida solo era una vez y que había que probar un fisquito siempre que se pudiese.

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Era junio y hacía solo un día que las clases habían terminado, pero yo ya estaba sintiendo ese agotamiento inmenso, esa tristeza de nubes bajas sobre la cabeza.

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La envidiaba por cómo le hablaba a la gente grande. Era capaz de interrumpir las conversaciones y decir no.

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Así eran las casas del barrio, de muchos colores, como las casillas del ludo. De todos los colores y a medio empezar, a medio terminar, pero ninguna completa, eran casas como monstruos incompletos.

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Me encantaba la capacidad de Isora para decir que no a la gente. Ella no tenía miedo de que la dejasen de querer.

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Pensaba que yo no tenía tristeza propia, que mi tristeza era la de ella pero dentro de mi cuerpo, una tristeza como de imitación, dos tristezas duplicadas, la marca falsa de una tristeza, esa era yo, porque yo no tenía razones por las que estar triste pero me las inventaba.

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Los niños siempre me daban asco pero creía que tenía que enamorarme de ellos.

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Veía a Isora por todas partes.

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Me da un poquito de miedo salir del barrio, dijo.

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